Bienvenidos | ... pasen y lean |
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viernes, abril 28, 2006 Buenas noches a todos desde tierras aztecas. Como ésta es mi primera entrada en éste blog, considero pertinente presentarme. Mi nombre es Mario González, tengo 15 años (un chilpayate sin duda alguna) soy mexicano (más específicamente chilango desterrado) y podríamos decir que me interesan todas las ramas del arte excepto la pintura y escultura, donde me considero pésimo. Como veo que la mayoría del H. cuerpo editor del blog es sudamericano, iniciaré con un autor mexicano. Carlos Fuentes.Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti. A nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en éste cafetín sucio y barato. Tú reelerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicira Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono... (...) Te sorprenderá pensar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir en número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas (...) Tocas en vano esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje, levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútlimente de retener una sola imagen de ese mundo interior indiferenciado. |