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sábado, noviembre 26, 2005 Entonces apareció el zorro:-¡Buenos días! -dijo el zorro. -¡Buenos días! -respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vío nada. -Estoy aquí, bajo el manzano -díjo la voz. -¿Quién eres tú? -preguntó el principito-. ¡Qué bonito eres! -Soy un zorro -dijo el zorro. -Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-, ¡estoy tan triste! -No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado. -¡Ah, perdón! -dijo el principito. Pero después de una breve reflexión, añadió: -¿Qué significa "domesticar"? -Tú no eres de aquí -dijo el zorro- ¿qué buscas? -Busco a los hombres -le respondió el principito-. ¿Qué significa "domesticar"? -Los hombres -dijo el zorro- tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas? -No -díjo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el principito. -Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear vínculos... " -¿Crear vínculos? -Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo... -Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado... -Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas. -¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el principito. El zorro pareció intrigado: -¿En otro planeta? -Sí. -¿Hay cazadores en ese planeta? -No. -¡Qué interesante! ¿Y gallinas? -No. -Nada es perfecto -suspiró el zorro. Y después volviendo a su idea: -Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo. El zorro se calló y miró un buen rato al principito: -Por favor... domestícame -le dijo. -Bien quisiera -le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas. -Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no fienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, Ios hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame! -¿Qué debo hacer? -preguntó el príncipito. -Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca... El principito volvió al día siguiente. -Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejempló, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la feliçidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunça sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios. -¿Qué es un rito? -inquirió el principito. -Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones. De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando eI día de la partida: -¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré. -Tuya es la culpa -le dijo el principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique... -Ciertamente -dijo el zorro. - Y vas a llorar!, -dijo él principito. -¡Seguro! -No ganas nada. -Gano -dijo el zoro- he ganado a causa del color del trigo. Y luego añadió: -Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto. El principito se fue a ver las rosas a las que dijo: -No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo. Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles: -Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin. Y volvió con el zorro. -Adiós -le dijo. -Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos. -Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse. -Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella. -Es el tiempo que yo he perdido con ella... -repitió el principito para recordarlo. -Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa... -Yo soy responsable de mi rosa... -repitió el principito a fin de recordarlo. "El principito"
Antoine de Saint-Exupery martes, noviembre 22, 2005 ¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiese un demonio en la más solitaria de las soledades, diciéndote: “Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de tu vida, se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y aquel rayo de luna, también este instante, también yo. El eterno reloj de arena de la existencia será vuelto de nuevo y con él tú, polvo del polvo”? ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablaba? ¿o habrás vivido el prodigioso instante en que podrías contestarle: “¡Eres un dios! ¡Jamás oí lenguaje más divino!” Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te transformaría, pero acaso te aniquilara: la pregunta “¿quieres que esto se repita una e innumerables veces?” ¡Pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!
F. Nietzsche jueves, noviembre 17, 2005 " [...] Se precisa un amigo para no enloquecer, para contar lo que se vio de bello y de triste durante el día, de los anhelos y de las realizaciones, de los sueños y de la realidad.Debe gustar de las calles desiertas, de los charcos de agua y los caminos mojados, del borde de la calle, del bosque después de la lluvia, de acostarse en el pasto. Se precisa un amigo que diga que vale la pena vivir, no porque la vida es bella, sino porque se tiene un amigo. Se necesita un amigo para dejar de llorar. Para no vivir de cara al pasado, en busca de memorias perdidas. Que nos palmee los hombros, sonriendo o llorando, pero que nos llame "amigo", para tener la conciencia de que aún se vive". Vinicius de Moraes Poeta y compositor brasileño (1913-1980)
Fragmento de "Se busca un amigo" lunes, noviembre 14, 2005 La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar. He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo. La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal. Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla. Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor. Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo. Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente." Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros. Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre. Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán. Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad. Jorge Luis Borges La escritura del Dios (El Aleph) P.D: Es un poco largo para un post, pero me encantó y quería compartirlo con todos ustedes, gracias.
jueves, noviembre 10, 2005 Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la primera vez que se hablan.— Buenos días... — Buenos días. — La señora es del 610. — Y, el señor del 612. — Sí. — Yo aún no lo conocía personalmente... — De hecho... — Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura... — ¿Mi qué? — Su basura. — Ah... — Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña... — En realidad sólo soy yo. — Mmmmmm. Me di cuenta también que usted usa mucha comida enlatada. — Es que yo tengo que hacer mi propia comida. Y como no sé cocinar... — Entiendo. — Y usted también... — Puede tutearme. — También perdone mi atrevimiento, pero he visto algunos restos de comida en su basura. Champiñones, cosas así... — Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra... — Usted... ¿Tú no tienes familia? — Tengo, pero no son de aquí. — Son de Espírito Santo. — ¿Cómo lo sabe? — Veo unos sobres en su basura. De Espírito Santo. — Claro. Mi madre me escribe todas las semanas. — ¿Ella es profesora? — ¡Esto es increíble! ¿Cómo adivinó? — Por la letra del sobre. Pensé que era letra de profesora. — Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por su basura. — Así es. — Pero, el otro día tenía un sobre de telegrama arrugado. — Así fue. — ¿Malas noticias? — Mi padre. Murió. — Lo siento mucho. — Él ya estaba viejito. Allá en el Sur. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. — ¿Fue por eso que volviste a fumar? — ¿Cómo es que sabes? — De un día para otro comenzaron a aparecer paquetes de cigarrillos arrugados en su basura. — Es cierto. Pero conseguí dejarlo de nuevo. — Yo, gracias a Dios, nunca fumé. — Ya lo sé. Pero he visto unos vidriecitos de pastillas en su basura... — Tranquilizantes. Fue una fase. Ya pasó. — ¿Peleaste con tu novio, no es verdad? — ¿Eso, también lo descubriste en la basura? — Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos pañuelitos de papel. — Es que lloré mucho, pero ya pasó. — Pero incluso hoy vi unos pañuelitos... — Es que estoy un poquito resfriada. — Ah. — Veo muchos crucigramas en tu basura. — Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes. — ¿Novia? — No. — Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita. — Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado. — No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva. — ¡Tú estás analizando mi basura! — No puedo negar que tu basura me interesó. — Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue la poesía. — ¡No! ¿Viste mis poemas? — Vi y me gustaron mucho. — Pero, ¡si son tan malos! — Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados. — Si yo supiera que los ibas a leer... — Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura de la persona aún es propiedad de ella? — Creo que no. Basura es de dominio público. — Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria. Es nuestra parte más social. ¿Esto será así? — Bueno, ahí estás yendo harto lejos con la basura. Creo que... — Ayer, en tu basura... — ¿Qué? — ¿Me equivoqué o eran cáscaras de camarón? — Acertaste. Compré unos camarones enormes y los descasqué. — ¡Me encantan los camarones! — Los descasqué, pero aún no los comí. Quien sabe, tal vez podamos... — ¿Cenar juntos? — ¿Por qué no? — No quiero darte trabajo. — No es ningún trabajo. — Pero vas a ensuciar tu cocina. — Tonterías. En un instante limpio todo y pongo los restos en la basura. — ¿En tu basura o en la mía? Luis Fernando Veríssimo lunes, noviembre 07, 2005 Mis amigos dicen que yo soy muy sugestionable. Creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado.Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso; pese a todos estos hechos, yo, sin embargo, estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada. De manera que yo me hallaba sugestionado y no me atrevía a entrar en la cocina. Esto me preocupaba, pues se acercaba la hora del almuerzo y sería imprescindible que yo entrase en la cocina. Entonces sonó el timbre. —¡Entre! —grité sin levantarme—. Está sin llave. Entró el portero del edificio, con dos o tres cartas. —Se me durmió la pierna —dije—. ¿No podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua? El portero dijo «Cómo no», abrió la puerta de la cocina y entró. Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo que, al caer, arrastraba tras sí platos o botellas. Entonces salté de mi silla y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en la espalda, yacía muerto. Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina no había ningún asesino. Se trataba, como es lógico, de un caso de mera sugestión. Fernando Sorrentino
jueves, noviembre 03, 2005 Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido, si para conseguir lo conseguido tuve que soportar lo soportado, si para estar ahora enamorado fue menester haber estado herido, tengo por bien sufrido lo sufrido, tengo por bien llorado lo llorado. Porque después de todo he comprobado que no se goza bien de lo gozado sino después de haberlo padecido. Porque después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado. Francisco Luis Bernárdez |